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La muerte inesperada del amor

Llevamos milenios vestidos de luto. Es el luto del vacío, del gélido tormento de algo que teníamos, pero que ha desaparecido. El velo negro nos envuelve, nos oscurece los sentidos y las lágrimas incesantes nos empañan los ojos. No podemos ver ni el túnel ni la luz. No vemos, no entendemos el porqué, negamos la realidad mientras nuestro corazón se va secando como las hojas en el otoño. Queremos correr a la velocidad de nuestros tristes pensamientos, con la fuerza del deseo que él vuelva a nuestras vidas, pero las piernas no nos responden…están cansadas, ya no consiguen cargar más con el peso de nuestra pálida existencia ni dar un paso más al frente. Queremos volar hacia él, pero el dolor nos ha roto las alas, queremos llamarlo, pero nuestra voz se apaga en el frío halo de la agonía. Mientras más queremos acercarnos a él, más lejos de él nos empuja el destino, mientras más lo deseamos, menos oportunidad tenemos de poseerlo.

Es el luto que lleva nuestro corazón, el luto de la noche, el frío que nos envuelve al despertar en la madrugada en nuestra cama vacía, el deseo insatisfecho de haber amado… La muerte, la inesperada muerte del amor ha llegado. La distancia lo enfermó, la inseguridad lo abrumó y de una estocada mortal, la indiferencia lo mató. ¡Pobre amor; tan frágil, tan joven, tan inocente! El amor incipiente de dos corazones que se buscan, se encuentran, se desean, pero no consiguen mantenerse juntos. La vida los separa, la distancia los separa, el dolor de la honestidad los separa. ​ La duda se interpuso entre el deseo y la felicidad y la magia fue desapareciendo de sus bolsillos, llenos y generosos al comienzo.

¿Es él?, ¿es ella? Preguntas sin respuestas, caminos sin caminar, polvo que cubre la belleza de una piel joven y la adormece para siempre dejando tan sólo una sombra sin dueño, un alma sin luz. ​

¿Es él?, ¿es ella? Confiamos en que el tiempo nos dará las respuestas, en que el destino nos sacará de la duda. Creemos que así podremos ser felices junto a aquél a quien amamos, pero no nos imaginamos la magnitud de la trampa en la que hemos caído. Caímos y nunca más pudimos levantarnos. Mordimos el polvo de la muerte y nos hemos envenenado con la flor de la ignorancia. No hay nada que podamos hacer. ¿No hay nada que podamos hacer?

La esperanza es lo último que se pierde. La desgraciada no tuvo tiempo de escaparse cuando Pandora abrió el ánfora liberando los dolores, las tristezas, los desengaños que vivimos. Gracias a Pandora –o por culpa de ella- nos duelen los amores, nos envejecemos sufriendo nuestras penas, nos abatimos con un rechazo, una mirada fría, una sonrisa negada. Pero la esperanza sigue allí, cautiva y solitaria. La esperanza…fuerza ilógica, neblina que nos cubren las pupilas y nos hace mentirle a nuestra propia alma. Convencidos de la fuerza de nuestra esperanza nos aferramos a imposibles, nos encadenamos de pies a cabeza con las mentiras que brotan sangrantes de nuestro corazón herido.
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Mentiras, infamias, bostezos de calculada indiferencia. Noches en vela soñando con dos brazos tibios cubriéndonos amorosos. Días enteros de lluvia en nuestra propia cárcel, la lluvia que apaga la dulce llama del amor. Ojos clavados en la desnudez del otro, bocas de labios carnosos paseándose por pechos virginales, dientes que muerden con delicadeza. Deseos salvajes de adorar y ser adorados que revientan las llagas y hacen arder de pasión la piel. Muestras de un amor incipiente que murió antes de nacer.

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