top of page

El miedo es más fuerte que el amor

  

Vivimos muy orgullosos de haber pasado a una nueva dimensión, de haber dejado atrás nuestros antiguos compañeros de tertulia los insectos, los anélidos, los microbios, y de ya no arrastrarnos por una tierra sin alma, comiendo el polvo de la inconsciencia junto a ellos. ¡Pobres bichos! Ni siquiera nuestros vecinos los monos ya nos causan sentimiento alguno de pertenencia. Nuestro lenguaje ha cambiado, nuestra apariencia ha cambiado; atrás han quedado la cola, el pelaje, caminar en cuatro patas, olerle el culo a nuestra posible nueva conquista para asegurarnos de que está en celo y disponible.
Caminamos erguidos por parques y bazares, mirando por debajo del hombro a cualquier persona más pequeña que nosotros, menos agraciada que nosotros, pavoneándonos por las calles pavimentadas o volando a 250 kilómetros por hora en nuestro nuevo Mercedes, soñando con el futuro, las aventuras, temiendo la fluctuación del mercado, el próximo recibo de la tarjeta de crédito o llegar tarde a la esteticista para hacernos la línea del bikini, sin la que –no way- podremos poner un pie en la sauna.
Mientras antes nuestros miedos se basaban en no dejarnos aplastar de un paquidermo o terminar pataleando en el pico de algún avechucho, hoy nos hace temblar de pánico la idea de no poder aplastar a nuestro vecino, a la suegra, a aquel gordo en la oficina de al lado que vive secándose los sobacos con un pañuelo que carga arrugado en el bolsillo del pantalón y que, por motivos cósmicos que no logramos comprender, es nuestro jefe. Nos consterna el mundo que hemos creado con nuestras propias manos; algunos de nosotros alcanzamos a aceptarlo a regañadientes mientras otros, de hecho, repudiamos los sistemas que inventamos para que no nos aplastaran  nuestros coreencarnados y que terminaron aplastando y controlando nuestras vidas y nuestros sueldos.
​Nos produce urticaria la violencia pero nos aburren los movimientos pacifistas (pero no tanto como aquél que hace algo en contra de la injusticia o trata de ayudar al prójimo y por eso se gana el Premio Nobel de Paz, mientras nosotros disfrutamos tachándolo de oportunista, culebrero e hipócrita). Nos causan náuseas el comunismo, los susodichos sistemas democráticos, sus payasos elegidos y los que les besan los pies con una pasión casi truculenta. Convulsionamos ante las guerras, el cambio climático, el hundimiento de Venecia y la “pobre gente inocente” que muere todos los días de hambre o de SIDA en el África, pero a quienes no le ofreceríamos un plato de comida si aparecieran mendigando a nuestra puerta; es más, la sacaríamos corriendo amenazando con llamar a la policía o con ponerles una tutela por invasión al terreno privado.
​Rechazamos a pie junto el racismo, pero maldecimos secretamente a los alemanes, los yugoslavos, los turcos, los sudacas, los gitanos, los de la costa, los del sur, los del este, los del oeste, y cambiamos de andén, fingiendo hablar por nuestro celular o haber visto a un amigo cuando vemos que viene un grupito de pieles más oscuras hacia nosotros. Nos quejamos de la gente fea, de la gente bonita, de los hombres porque son unos perros, de las mujeres porque son unas putas, del cura del barrio, del gay por gay, de la monja por mojigata, de los gordos por golosos, de los flacos por vanidosos.
​No nos gustan las sensiblerías pero tampoco soportamos la frialdad de la gente, decimos amar la verdad, pero no tenemos el valor de aceptarla, nos jactamos de nuestro amor por el mundo y la armonía, pero seguimos contaminando, chismoseando, mintiendo y no atendemos a la puerta cuando vienen los Testigos de Jehová a tratar de infundir un mínimo de prudencia en nuestras depravadas mentes. Detestamos el materialismo, pero ya no tenemos espacio en nuestro closet para un par de zapatos más, un vestido más, y “nunca tenemos qué ponernos”. Sacamos nuestro pecho, orgullosos al hablar de nuestro nuevo hobby el yoga o de nuestra última donación al Greenpeace y decimos buscar la paz interior y el amor verdadero, mientras estrés e indiferencia se han convertido en las únicas palabras con significado en nuestro vocabulario del día a día y pagamos cuentas interminables de psicólogo, brujo, chamán o tarotero tratando de curarnos de estas enfermedades del nuevo milenio.

​¿Dónde quedaron los instintos? ¿Dónde está ese miedo que nos mantenía alejados del peligro?

Ahora el miedo nos aleja, no sólo del fantasma del peligro, sino de nuestra propia felicidad. Abandonamos nuestras metas por miedo a no lograrlas, abandonamos nuestras familias por miedo a no satisfacerlas, por miedo a ser infelices junto a ellas. Rechazamos a quien amamos por miedo a que sea la persona incorrecta, rechazamos a quien nos ama por miedo a no ser la persona correcta para ella. Damos vueltas interminables alrededor de una decisión por miedo a equivocarnos, por miedo a destruir nuestro futuro, nuestro presente, nuestro pasado. Ya no demostramos nuestros sentimientos ni abrimos nuestros corazones ni mostramos nuestras verdaderas intenciones por miedo a quedar expuestos y vulnerables, a que nos tachen de maricones, de cursis, de ninfómanas, de pervertidos.
Ya no jugamos a la búsqueda de la felicidad en pares, no cazamos mariposas ni perseguimos el arcoíris; ya no escribimos poemas ni llevamos serenatas ni perfumamos un pañuelo para dárselo al objeto de nuestras pasiones. ¿Alguien escribe cartas de amor en estos tiempos de sequía emocional? ¿Acaso nos limpiamos las lágrimas en secreto o es verdad que nos hemos convertido en amantes impotentes?​

¡Nuestro pequeño mundo se ha vuelto tan triste!

La capacidad de amar, lo único que en realidad nos separa de nuestros otrora enemigos los paquidermos, se ha encapsulado en nuestros corazones y nuestra ignorancia pasional ha hecho metástasis. No le damos más rienda suelta a nuestras fantasías, a nuestras emociones; no confiamos en el último instinto que vale la pena y que aún funciona: el amor. ¿De qué nos sirve entonces nuestro gran desarrollo intelectual y físico si al final seguimos teniendo el cociente intelectual y emocional de un grillo?

Le tenemos miedo a la tormenta, nos estremecemos ante sus truenos y sus rayos. Nos refugiamos en nuestra cama, sintiéndonos a salvo en aquel mueble frío y vacío mientras allí afuera el cielo le declara violentamente sus amores a la tierra con su serenata y su llanto. Dicen que después de la tormenta llega la calma, pero es precisamente esa calma la que nos ha hipnotizado el corazón dejándolo inepto, inerte, petrificado, y no adivinamos que después de la tormenta la tierra queda sólo desierta, inundada y fría.

¿Para qué queremos una vida desierta de pasiones, desnuda de emociones, calva de encantos? ¿Por qué buscamos la calma si lo que nos mantiene vivos es, en realidad, la tan temida tormenta? ¿Es la tormenta verdaderamente tan peligrosa que no vale la pena arriesgarnos a empaparnos con su llanto y a que nos parta el corazón algún rayo distraído?

¿Cuándo tendremos el valor de aceptar que después de la tormenta sólo la muerte sobrevive? ¿Cuándo haremos buen uso de la, así llamada, evolución de nuestra especie y aprenderemos a amar sin miedo?

bottom of page